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Una vez reapasados los conceptos más importantes sobre composición y lenguaje fotográfico, vamos a tratar algo tan importante como la disposición de los elementos dentro del encuadre: la intención. Lo explicado hasta ahora no dejan de ser teorías basadas en experiencias de demostrado éxito. No obstante, esto no significa que deban cumplirse a rajatabla.
Una vez conocidas las reglas fundamentales de la composición y el equilibrio, tenemos la opción de romperlas, pero siempre de forma consciente y provocadora para conseguir resultados agresivos e impactantes de acuerdo a nuestra intención.
La disonancia y el desequilibrio utilizados de manera controlada pueden evitar que algunas imágenes parezcan anodinas o repetitivas. De esta manera, además, nos acercaremos a conseguir un estilo propio que diferencie nuestras fotografías del resto de miles de imágenes que aparecen a diario.
Antes de tomar esta decisión debemos plantearnos la gran pregunta: ¿Queremos agradar al público o a nosotros mismos? Sin duda, una cuestión que daría para muchas líneas de respuesta, pero que tenemos que tener más o menos clara cuando nos planteamos tomar fotografías.
Que algo agrade a la mayoría de personas no lo hace mejor. Basta repasar la lista de best seller en cualquier disciplina –música, literatura, cine…– para comprobar la certeza de esta afirmación.
Una composición fácil y predecible funciona para algunos propósitos, pero no para todos. Aquí hay que tener en cuenta la intención. En cierto modo, esto determina el estilo del que hablaremos más adelante.
Sea cual fuere nuestra intención, no debemos olvidar lo hablado en el primer capítulo donde comentábamos que la fotografía es un medio de comunicación. Por tanto, cuando fotografiamos queremos contar algo a alguien. La manera en que realicemos este proceso comunicativo determinará si nuestras fotografías deben respetar ciertos cánones, romperlos o adoptar una postura intermedia.
Saber lo que deseamos no siempre resulta fácil. Con frecuencia, arriesgar implica alejarse de lo que se sabe que funciona y por tanto se corre el riesgo de no llegar al espectador. Debemos, por tanto, debatir constantemente con nosotros mismos entre la originalidad y el convencionalismo sin olvidar que vivimos en una sociedad en que la abundante producción audiovisual dificulta la completa originalidad, pues determinadas escenas se han fotografiado hasta la saciedad.
Precisamente por ese motivo cerramos el círculo y entramos de nuevo en el propósito de este capítulo: comprender cómo un diseño adecuado puede ayudar a diferenciar nuestra fotografía del resto.
Así, podemos situar al motivo principal cerca del borde del encuadre en vez de en la intersección, atrayendo la atención hacia una esquina de la imagen y utilizando elementos secundarios para devolver la mirada del espectador al centro. En vez de buscar la armonía en los colores o en las líneas, podemos provocar la confusión o líneas desordenadas. Por citar, sólo, algunas de las muchas normas que podemos saltar.
En cualquier caso, antes de utilizar cualquiera de estas técnicas hay que pensar si son adecuadas al tema, porque introducir elementos disonantes sin necesidad pueden estropear una buena fotografía.